Reseña de “Cien Años de Soledad” (2015)
Manuela Torres Acosta nació en Madrid, el 2 de diciembre de 1826. Fue una religiosa española, fundadora de la Congregación de las Siervas de María, Ministras de los Enfermos. Mejor conocida como María Soledad o Santa Soledad, murió un 11 de Octubre de 1887, mientras bendecía a sus hermanas diciendo: “Hijas, que tengáis paz y unión”.
Ese mismo día también se celebra el día de Nuestra Señora de Begoña, a Nicasio y Germán obispos, Quirino y Anastasio presbíteros, Escubículo, Plácido, Ginés, Probo, Andrónico, Sármata, Zanaida y Filonila mártires, Venancio abad y a Sisinio arzobispo. El paso de Santa Soledad por este mundo se redujo a 61 años cargados de sencillez, de amor y de valentía frente al dolor, abandonada siempre en las manos de su Dios.
En el calendario su nombre se encuentra embalsamado diáfanamente. La sola mención de su nombre –Santa Soledad- en ese pedazo de papel perdió completamente su significado. O casi. Después de leer Cien años de Soledad, pareciera ser que todo cae al olvido, y el olvido está cargado de memoria.
Al coronel Aureliano Buendía, aquel que nunca pudo amar, se le vio por última vez una reacción humana un 11 de octubre cuando salió a la puerta de la calle para ver el desfile de un circo. Aquel que tuvo 17 hijos con 17 mujeres distintas durante la guerra. Aquel que levantó 32 guerras civiles y perdió cada una de ellas.
Aquel, que pocos días antes de morir, quiso levantar una guerra senil junto a su camarada el coronel Gerineldo Márquez, quién se negó. Ese día martes 11 de octubre fue para el coronel Aureliano Buendía un día como cualquiera.
Recordó que un día 11 de octubre, en plena guerra, le había despertado la certidumbre brutal de que la mujer con quien había dormido estaba muerta. Tenía 17 pescaditos de oro guardados ese día. Trabajó toda la mañana. Ese día, 11 de octubre, pisó conscientemente la trampa de la nostalgia que había evitado desde su juventud, y cuando oyó los cobres lejanos, los retumbos del bombo y el júbilo de los niños, recordó la prodigiosa tarde de gitanos en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Eso pasó cuando iba hacia el patio, y en vez de ir al castaño a orinar, fue a la puerta de la calle y se mezcló entre los curiosos que contemplaban el desfile. Ese día, cuando el desfile terminó de pasar, le vio nuevamente la cara a su soledad miserable. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Murió con la cabeza entre los hombros, con la frente apoyada en el tronco del castaño.
El coronel Aureliano Buendía es el más “vivo” ejemplo de soledad. Y la Soledad es su compañera infatigable, un personaje más que le acompaña desde que es el primer recién nacido en Macondo.
Muere el día en el que está de Santa la Soledad. Así de simple. Así como suena.
Quizás nunca me hubiera fijado en ese detalle, sino fuera porque yo nací un 11 de Octubre de 1997. Un día antes de que se celebre el día de la Hispanidad y el comienzo del encuentro entre dos mundos. El 11 representa un trazo al que debemos temerle o al menos, tenerle respeto, tanto como al trece o al 17, porque pueden ser un 12, un 14 o un 18.
Están como incompletos, en potencia. Números que se repiten, tanto como los nombres, las acciones o sucesos: Once son las páginas que se salta Aureliano Babilonia para anticipar en los pergaminos de Melquíades su muerte. Son números cargados de memoria, recuerdos y cenizas del futuro.
El libro se nos presenta entonces redondo, circular y vicioso, pero en ningún caso podríamos llamarle redundante. Nos regala entre 6 a 12 horas intermitentes o no de pura y fría soledad. Un espejo sucio para ver nuestro propio reflejo, a veces con la sensación de no habernos reconocido hasta ese frágil momento de nuestras vidas como parte de ese mundo, que tiene epidemias de hambruna y obesidad al mismo tiempo.
No sabemos si es su naturaleza técnica como libro la que se traspasa a la historia de Macondo, o es el propio adjetivo Samsara (en sánscrito: संसार) de la historia que se contagia a la técnica del libro. Porque hay técnica, y hay historia, y existe ese eterno retorno. Me saldré un poco de contexto para dar un ejemplo reducido de la magnificencia de la idea que quiero abordar:
Hoy (por no decir ayer), salí de clases un poco más temprano de lo habitual. Don Gonzalo, el caballero que vende té, café y pan en el primer local a mano izquierda del paseo de los lisiados entrando por Arturo Prat, me esperaba hace 15 minutos para hacerme un mandado.
Yo vaticinaba quizás algún encargo, alguna compra sin importancia. Al acercarme a su local me pide comprar un ramo de flores para su ex esposa, que trabaja en los Juzgados Civiles, piso 16.
Desconcertado por tamaña empresa, pregunto el color. “Amarillo” me responde, “debe ser amarillo”.
Sin hacer más preguntas tomo los tres mil pesos y parto. Llovía débilmente. Encontré a una señora muy simpática dentro de un corredor que une Bandera con Morandé, en el edificio donde está el Banco Estado (que me perdonen por invocar a los demonios). Ahí desembolso todo el dinero y el ramo, adornado con un papel amarillo y un listón blanco, ya ansiaba encontrarse en las manos de Doña Margarita Vergara, “La Afortunada”.
Subí recto por Bandera para doblar a la izquierda luego en Agustinas. En el trayecto, la gente no resistía la tentación y me miraba sin recelo, sin nada de dignidad: “¿Qué hace ese chico con ese ramo?” “¿Por qué las flores son amarillas?” “¿Está loco? hoy llueve.”.
Eran tantas las preguntas que se hacían que aparecían escritas en sus frentes, en sus ojos y en sus gestos. Cada paso que daba me animaba más. El asunto tenía que finiquitarse lo antes posible.
En eso recuerdo un tema interesante: el color amarillo y su significado en el libro de Cien Años de Soledad. La curiosidad me asfixiaba: ¿Qué significaba que siguieran a Mauricio Babilonia un enjambre de mariposas amarillas? ¿Qué significado tenía que nevaran pétalos amarillos cuando muere José Arcadio Buendía? ¿Qué significado tenía que un joven un día lluvioso de octubre caminara por el centro de la ciudad con un ramo de flores amarillas? Y me dije: Hoy quizás sea el día.
Llegué al edificio algo agitado. El ramo tenía un hermoso rocío que armonizaba perfectamente. Subí en el ascensor hasta el piso 16, aunque hubiera preferido que fuera el 17, doblé a la derecha y entré en unas oficinas. Serenamente pregunté por “La Afortunada”.
Ella, delgada y delicada, con una mirada penetrante de color y un pelo hermoso, levantó la cabeza. No dijo nada. “Le envían este ramo de flores”, dije con un hilito de voz, profesionalmente íntima.
En ese momento sonrío al verla sonreír, mientras sus amigas dicen que las flores están muy bonitas entre risas y suspiros. Su voz pareció confundirse con la de sus amigas y me marché. Pensé que el momento había llegado, que quizás iban a empezar a nevar pétalos amarillos desde el piso 16, pero no pasó.
Volví al local de Don Gonzalo y le pregunté sin preámbulos: ¿Por qué amarillas? Mientras para mis adentros me hervía la idea al pensar que él ya sabía la respuesta a esas preguntas que carcomieron mi mente durante esta interesante empresa.
Amarillo, un color desleal, pensaba en mi interior, un color de engaño y vergüenza, de traición. ¿No era acaso ese el color que eligieron para pintar la sede del PS en París con Londres? “No”, me dirían ellos, “es mostaza”.
Pero el tío Gonzalo no me dio más tiempo para desvariar en mis pensamientos y me respondió con una sonrisa de oreja a oreja: “porque es vida”. Y entonces es fertilidad, luz y esperanza. Sí, ese color tan ninguneado, como diría Mistral, es vida.
Y mi mundo se calló. Mis prejuicios no existieron más, porque fue como si siempre lo hubiera sabido. Fue necesario leer Cien Años de Soledad y ser el mensajero de la esperanza para reivindicar al color amarillo. Era una lucha contra el mundo, una de las tantas guerras civiles que levantó el coronel Aureliano Buendía. Una bofeteada.
Y fue peor la bofeteada que sentí, cuando investigando para escribir este ensayo, me encontré con un hecho interesantísimo que estaba guardando para el final, o el principio, dependiendo de donde se le mire: Santa Soledad no fue Santa hasta el 25 de Enero de 1970, cuando fue canonizada por Pablo VI. Cien Años de Soledad no fue publicado hasta el 5 de Junio de 1967.
Es decir, la Soledad ya había muerto en el mundo tres años antes de hacerlo oficial.
